Juan Carlos Romero Puga | @jcromero
En los últimos años algunas comedias han dado pequeños pasos que les han permitido diferenciarse y encontrar cierta identidad a través de historias que ofrecen un enfoque un poco más creíble y maduro, que aún sin salirse completamente de la fórmula conocida, sí plantean a sus personajes obstáculos y dilemas que se sienten más honestos.
Mi segunda vez cuenta la historia de Sandy (Catherine Zeta-Jones), una mujer de 40 años, quien al descubrir una infidelidad de su marido, decide mudarse a Nueva York con sus dos precoces hijos. Obligada a conseguir un empleo que le reclama jornada completa, contrata como niñero a Aram (Justin Bartha), un joven judío de 25 años, divorciado en la práctica, quien no tarda en ganarse a la familia y en llenar un hueco que permite a Sandy funcionar y adaptarse a su mundo laboral sin culpas ni complicaciones.
La relación sentimental entre los protagonistas evoluciona con naturalidad, como parte de una dinámica de convivencia y no como una certeza repentina o una epifanía dictada o forzada por el guion. Lo mismo pasa con la ruptura y el reencuentro que por nota se da entre ambos; lejos de un secreto o una mentira descubierta por uno de ellos, el conflicto se ubica en un plano mucho más adulto y trágico del que generalmente ofrecería una comedia ligera.
Una cualidad de la cinta es que casi todo el tiempo se mantiene presente la diferencia de edades como elemento central del relato; los padres de él lo notan, los amigos de ella hacen bromas al respecto. Sin embargo, la cinta muestra su cara más inteligente cuando plantea que su pareja romántica es capaz de vivir separada y aun así crecer y tener una existencia llena de realización profesional y familiar. Más aún: ella es capaz de conducir su vida, ser madre sola y profesionista exitosa sin precisar de un hombre que se haga cargo de ella; todo ello la perfecciona. |
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