LOS OLVIDADOS

DIRECCIÓN: Luis Buñuel
TÍTULO ORIGINAL: Los olvidados (1950)
PAÍS: México
GUION: Luis Buñuel, Luis Alcoriza
FOTOGRAFÍA: Gabriel Figueroa
MÚSICA: Rodolfo Halffter, sobre temas originales de Gustavo Pittaluga
DURACIÓN: 85 minutos

 
       

Julio A. Quijano Flores

¿Para qué sirve el final feliz en Los olvidados?

Luis Buñuel nunca lo mencionó. Aún más, declaró en una entrevista a Cahiers du Cinéma, en París, que “Los olvidados fue un filme relativamente libre”. Si acaso lamentó algo, fue que “evidentemente Dancingers (el productor) me pidió que quitase muchas cosas que tenían un interés únicamente simbólico, pero me dejó cierta libertad”.

Roberto Cobo, el intérprete de El Jaibo, también renegó de ese final alterno, aun cuando la Filmoteca de la UNAM ya había encontrado ese pedazo de cinta en el que Pedro no es asesinado por El Jaibo y en cambio, regresa a la granja correccional de Tlalpan para rehabilitarse y ser un “hombre de bien”.

Declarada por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad, se tomó la decisión de exhibir Los olvidados y su final inédito con ocho copias para un país que cuenta con 3 mil 600 salas. En este reestreno, la cinta corre hasta los créditos finales tal y como la concibió Luis Buñuel (con la restricción realista de Dancingers, si se atiende a la queja de aquella entrevista parisina). El espectador se queda en la butaca con una impresión que Octavio Paz describió bien en el Festival de Cannes de 1951: “El valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio, conciencia”.

Luego de la palabra FIN, en pantalla aparecen algunos rayones de luz. Sin explicación de por medio, comienzan las escenas de Pedro y El Jaibo peleando, pero con un desenlace distinto. Pedro lo derrota, recupera los 50 pesos que le había dado el director de la granja correccional y regresa para devolvérselos.

Ese par de minutos cambian la esencia de Los olvidados hasta el punto de convertirla en propaganda. Si acaso fuera posible, entonces habría que invertir la frase de Paz: “El arte, cuando no es libre, no es testimonio ni conciencia”. Porque con el final feliz, la cinta se parece mucho a un melodrama y poco a una obra de arte.

Los motivos para filmarlo son claros. Miedo a la censura y al rechazo de un público acostumbrado al melodrama arrabalero de los hermanos Rodríguez o cuando mucho a la tragedia cabaretera de la aventurera castigada por el destino.

Sin embargo, Los olvidados, igual que muchas obras de arte, sorteó la censura de su tiempo y las trabas del buen gusto. Tanto que en aquella misma entrevista parisina, Luis Buñuel aseguró: “Para mí, Los olvidados es, efectivamente, un filme de lucha social. Porque me creo simplemente honesto conmigo mismo, yo tenía que hacer una obra de tipo social. Sé que voy en esa dirección”.

Respecto a las escenas simbólicas que nunca filmó, Buñuel describió un ejemplo: “Cuando El Jaibo va a pegar y matar al otro chico, en el movimiento de la cámara se ve a lo lejos la mole de un gran edificio de 11 pisos en construcción, donde yo hubiera querido poner una orquesta de cien músicos. Se les hubiera visto de pasada, confusamente. Yo quería poner muchos elementos de ese género, pero me lo prohibieron en absoluto”.

Hubiera sido otra película. Y es una ironía, por lo menos, que esa misma escena sea una de las más simbólicas aunque no hubiera una orquesta de cien músicos: aquella mole de la que habla Buñuel son los esqueletos de los multifamiliares de Tlatelolco que han sido interpretados como una escenografía perturbadora para el asesinato.

Pero no sucedió ni lo uno ni lo otro. Los olvidados no tuvo final feliz y así evitó convertirse en una película más del ciclo de las cuatro de la tarde en el Canal de las Estrellas. Tampoco fue una película con “elementos locos y completamente disparatados” como quería Buñuel en principio.

En resumen, la anécdota del final inédito sirvió para dos cosas: satisfizo la curiosidad de cinéfilos y alimentó la leyenda de Buñuel.

Y su exhibición es una condena que dicta el mercado a los creadores. Por ejemplo, la última mujer de Honorato de Balzac atesoró con celo y luego heredó a su hija las cartas de amor que recibió del escritor francés. “Guárdalas para que las vendas el día que tengas problemas económicos”, le dijo. Los mismo sucedió con Clara Aparicio y la correspondencia que recibió de su novio Juan Rulfo. Las cartas de Balzac y las de Rulfo fueron publicadas después de su muerte sin que añadieran nada a la valoración de su obra, pero sí alimentaron su mito. En el caso de Rulfo, incluso se ha cometido la imprudencia de publicar cuentos desechados por él mismo, a veces incompletos.

Y si Luis Buñuel nunca habló del final alterno, habría que respetar su decisión de mantenerlo en el olvido.

Después de todo, ese final no sirvió ni siquiera para que Los olvidados, Patrimonio Cultural de la Humanidad, se exhibiera con más de ocho copias en un país donde, repito, hay 3 mil 600 salas cuyos dueños presumen de que las cintas mexicanas compiten en “igualdad de condiciones mercantiles” con las extranjeras.

 
 
 
 
  

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