Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

Kung Fu Panda 2 deja atrás la historia del héroe improbable cuya persistencia, dedicación y amor propio le ganaban al final el respeto de los que nunca habían creído en él. La primera cinta basó su éxito en una historia sin grandes pretenciones y abundante comedia física que funcionaba por las afortunadas torpezas de su protagonista.

La secuela sigue relegando a sus numerosos secundarios a pequeñas intervenciones, sin asignarles un peso mayor en la trama, pero la historia sí resulta más compleja visual y narrativamente y por lo mismo menos explosiva en lo humorístico. El villano de esta aventura es Lord Shen (Gary Oldman), un pavorreal destinado a gobernar un pequeño reino, pero a quien el potencial bélico de la pólvora termina seduciéndolo hasta convertirlo en un líder autoritario que ambiciona el control de toda China.

El guion de Jonathan Aibel y Glenn Berger se propone tocar el pequeño detalle de cómo el oso Po (voz en inglés de Jack Black) se convirtió en hijo de un ganso; desarrolla una vertiente sentimental que contiene viejos y fracturados recuerdos de la familia de pandas de la que fue arrancado y que se van presentando como pesadillas que le impiden encontrar la paz interior que necesita para hacer frente a la amenaza del pavorreal y sus armas de destrucción masiva.

El filme avanza mucho en su sofisticación visual, tiene escenas sumamente logradas en lo que se refiere a los combates con imponentes escenografías de China como fondo y los fuegos artificiales que se rompen como racimos en los paisajes seminocturnos. Los mejores momentos son, sin embargo, las múltiples secuencias que combinan arte digital con animación tradicional para llevarnos al pasado y dejarnos entrar en los sueños de Po.

El componente familiar se vuelve a la larga el elemento más importante en la película y el que conecta de manera emotiva con los mayores. El tema de la adopción por amor, de la identidad definida más por los apegos que por el origen hacen que Kung Fu Panda 2 tenga varios de esos momentos que hacen ver el corazoncito que los realizadores ponen en el producto, más allá de razones de marketing.