DIVINA CONFUSIÓN

DIRECCIÓN: Salvador Garcini
TÍTULO ORIGINAL: Divina confusión (2008)
PAÍS: México
GUION: Antonio Abascal
FOTOGRAFÍA: Andrés León Becker
MÚSICA: Xavier Asali
DURACIÓN: 105 minutos

 
       

Juan Carlos Romero Puga | @jcromero

A medio camino entre un forzado melodrama y México 2000 (Rogelio A. González, 1983), una vieja comedia protagonizada por Héctor Lechuga y Chucho Salinas en la que los dioses del Olimpo toman a México como modelo para decidir si destruyen o no a la humanidad, Divina confusión es una de esas películas nacionales que hacen sospechar que uno tiene algo malo en la corteza prefrontal del cerebro, ahí donde dicen los científicos que está el sentido del humor.

La historia comienza cuando Zeus (Jesús Ochoa), Hera (Lisa Owen) y otros dioses griegos deciden mezclarse con los humanos para experimentar sus pasiones, razón por la cual escogen México para poner un antro al que llaman el Olimpo Dancing Club. Luego de intervenir en la relación entre Pablo (Alan Estrada) y Bibí (Ana Brenda Contreras), quienes están a punto de comprometerse, Eros comete un error y ocasiona que ésta termine enamorada de su futura suegra (Diana Bracho).

Gente de televisión, el director Salvador Garcini y su guionista Antonio Abascal, creen en la mercancia poco sofísticada como la de mayor salida o bien confunden chabacanería con comedia ingeniosa. Esto incluye la gastadísima (aunque a algunos les parezca muy novedosa) gracejada de poner a un narrador de futbol como fondo del encuentro sexual de una pareja, o poner a dos machos bigotones a lanzarse miraditas y encontrarse parecido con Humphrey Bogart.

Pero Divina confusión también pretende tener su profundidad, ya que al mismo tiempo que se supone que los flirteos de estos dos tipos son graciosos, su parte "seria" es —faltaba más— un discurso muy respetuoso y correctito sobre el amor lésbico entre una chica y su suegra. La cinta deja su tono de sketch para ponerse aleccionadora sobre el tema de la diversidad sexual y luego volver a las inconexas rutinas cómicas a cargo de actores de relleno o a los números musicales con canciones popularizadas por la Sonora Santanera.

La realización no podría ser más dispareja; el filme parece dirigido por tres personas distintas; tramos enteros no parecen sino la representación de una obra universitaria y otros, como la intervención de Adal Ramones en el papel de dios de la comedia (?), hacen parecer que el guionista se fue de vacaciones durante minutos enteros de la película.

Lo cierto es que no hay nada en esas casi dos horas que de veras provoque una risa o que le exija algo al espectador. Uno pensaría que la experiencia de ir al cine tendría que ser, por mucho, diferente a ver televisión en gran formato, pero es lo que Divina confusión ofrece. Ya no debería extrañarnos nada; así están las cosas hace rato.

 
 
 
 
       

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