AMOUR

DIRECCIÓN: Michael Haneke
TÍTULO ORIGINAL: Amour (2012)
PAÍS: Francia, Austria, Alemania
GUION: Michael Haneke
FOTOGRAFIA: Darius Khondji
DURACIÓN: 127 minutos

 
       

Me asomo por la ventana y los veo cenando. Continúan conversaciones que empezaron hace más de 40 años. La tetera a todo vapor sobre la estufa, la mermelada en los croissants. Un par de gemelos no podría tener más intimidad, dos mejores amigos no tendrían una complicidad tan profunda. ¿Siameses? No. No hay deformidades, aunque al final la simbiosis haga de las suyas.

La casa está viva. Cuenta la historia del matrimonio de estos septuagenarios. Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant). Profesores, cultos, clasemedieros, que un mediodía hace 20 años colgaron óleos y grabados de recargados marcos, que hoy los miran desde paredes de tapices amarillentos. Los mismos que colocaron una lámpara con frutas de porcelana en una esquina de la mesa de la cocina, que también es antecomedor y escritorio de trabajo.

En la habitación de junto está el comedor redondo, para cuatro personas, que casi no se usa. Y luego la recámara, con vista a los tejados de París. Ese espacio es el que cobija el proceso de marchitamiento de Anne. Avanza su hemiplejia y ella pierde la autonomía de las manos, se le resbala la música que hacía en el piano. Perdió el caminar y extravió el rumbo de la mente. Tiene balbuceos en donde había palabras. La ausencia en forma de lastre le gana la partida a la mujer garbosa y elegante, compañera de conciertos y charlas de libro y periódico de Georges.

Él está en el salón, con sus sillones de terciopelos gastados, echados sobre las alfombras, como animales de engorda que han optado por hacer huelga de inmovilidad. Georges está sumido en el estupor de la cuesta abajo de su compañera. Muestra la sorpresa de quien se ve en todos los espejos del mundo, pero ya ninguno le devuelve su imagen. Vacío, mientras ella se le desencuaderna en los brazos al hacer el esfuerzo de moverla de la cama a la silla de ruedas. Georges, que pasó de la conversación al monólogo mientras hace ejercicios vocales con ella; Georges, que se ha ido poblando de pesadillas y silencios.

La casa ahora ha envejecido. Ya no muestra una historia, sino un naufragio. Las enfermeras ocasionales, los vecinos amables y hasta la hija de este matrimonio, no son sino nubes pasajeras. En este barco que se hunde sólo hay dos personas y la cámara de Michael Haneke, que las cincela bajo una luz naturalista.

Ante mi puesto de voyeur veo pasar a Anne como una Ofelia que flota en el río de los tiempos. Desde el otro extremo, ella y Georges se ponen el abrigo y salen a las calles de París, entre los cotidianos diálogos de siempre.

Por la ventana en la que espío, sale una paloma. Haneke cierra la cortina.

Me muevo y recuerdo aquella frase que leí algún día: “El buen matrimonio es el arte de la conversación”. Prenden la luz de la sala. Nos movemos. Escucho el diálogo de los que vienen atrás de mí.

—Al menos ellos tenían los medios para vivir bien, no que nuestros viejitos…

Amour, pienso yo. Al menos ellos se tienen.

 
 
 
 
       

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